Por aquel entonces, Hugo Domingo Bruera tenía 23 años y era teniente de Infantería. Según los planes, su regimiento iba a ser uno de los primeros en cruzar la frontera durante la invasión
Iba a ser una guerra cruenta. La dictadura de Jorge Videla desconocía el resultado del laudo sobre el Canal de Beagle. Muchos años antes, en 1971, cuando gobernaba Salvador Allende en Chile y el dictador Alejandro Lanusse en Argentina, habían decidido que fuera la Corte Internacional de La Haya la que mediara en el conflicto.
El fallo se dio a conocer a mediados de 1977 y a principios de 1978 la dictadura argentina dijo que, olímpicamente, desconocía esa decisión. Tras cartón, las tres fuerzas armadas comenzaron preparativos. Todo iba a empezar con la ocupación de las islas Picton, Nueva y Lennox, que habían quedado para Chile. Desde aire, mar y tierra, la dictadura argentina quería una suerte de blitzkrieg con la expectativa de que luego la comunidad internacional diera la espalda a La Haya.
Los preparativos eran secretos pero todo el mundo sabía que decenas de miles de soldados de ambos lados iban a chocar. El cruce de la cordillera, esta vez no sería un San Martín que fuera en auxilio de O'Higgins sino un Videla que buscaría demoler a un Pinochet.
Las tropas de tierra tenían como jefe del teatro de Operaciones a Luciano Benjamín Menéndez, alias "El Cachorro", jefe del III Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba. Allí Menéndez les mostraba a sus oficiales cómo se descerrajaba un tiro en la cabeza de un prisionero. Y los que mataban quedaban hermanados, por sumisión, convicción o por lo que fuere, pero era el estilo Menéndez.
Hugo Domingo Bruera tenía 23 años, era oriundo de Granadero Baigorria, hincha de Central y le gustaba cantar tangos de Gardel. Alto, fortachón y capaz de andar en mula o de cargar los morteros pesados de la sección que tenía a su cargo. Era teniente de Infantería, su padre era abogado laboralista y ferviente peronista, por eso lo llamaron Domingo.
Hugo Bruera
Hugo estaba en el regimiento 21, en Las Lajas, que dependía de la VI Brigada de Montaña de Neuquén, a cargo de otro Menéndez, Mario Benjamín, el que unos años después se rendiría en Malvinas. El Cachorro Menéndez fue varias veces a inspeccionar lo que eran ni más ni menos que los ejercicios para cruzar la cordillera antes de la Navidad. En una oportunidad, ya empezado diciembre de 1978, Menéndez llegó, recorrió a caballo las estribaciones de la cordillera y luego se subió a un helicóptero para cruzar a territorio chileno.
El comentario que les llegó a los oficiales, tras esa incursión, era que Menéndez había meado desde el aire lo que para él era territorio enemigo. Luego, frente a un centenar de oficiales, y en medio de una arenga para estimularlos, Menéndez soltó una frase que, 40 años después, aún resuena en los oídos de Bruera:
-¡Cuando estemos en Chile… nos vamos a violar a las chilenas!
-¿Y cómo reaccionaron los oficiales?
-Nadie dijo nada. En esa época todos nos quedábamos callados frente a un general de tan alto rango –dice Bruera, que había llegado a Las Lajas a principios de ese 1978.
El pueblito, de unos 500 habitantes, está en un valle y el regimiento en una meseta, a 60 kilómetros de la cordillera y a otro tanto de Zapala.
-Había muchos oficiales castigados. El castigo era por protestas políticas, silenciosas, y contra jefes que no hacían bien las cosas. Yo había tenido problemas en mi destino anterior –dice.
Él mismo no estaba para nada de acuerdo de la dictadura. Y recuerda a otro teniente, Aldo Carnaghi, que había sido el mejor promedio de su promoción en el Colegio Militar y lo tenían ahí, lejos de todo.
Por sus notas, se había ganado un lugar entre los guardiamarinas egresados de la Escuela Naval. Carnaghi se fue de viaje en la Fragata Libertad. Corría 1973 y ante el triunfo del peronismo en las elecciones no se guardó la alegría. Le costó caro: lo bajaron en un puerto y lo eyectaron de regreso a la Argentina.
En Las Lajas, ni siquiera los rebeldes estaban informados: no llegaba ninguna radio ni mucho menos televisión, hasta las comunicaciones telefónicas eran dificultosas.
-Era un regimiento montado, teníamos gran cantidad de mulas. Yo era el jefe de la sección Morteros Pesados. Tenía más mulas que soldados. Teníamos un puesto de avanzada en Pino Hachado –cuenta.
Se trata de uno de los cruces cordilleranos más importantes del sur, a casi 2.000 metros de altura y un punto donde, en caso de estallar el conflicto, sería escenario de combate.
-La segunda mitad de 1978 fue de muchos ejercicios militares. Teníamos una mística bastante fuerte porque ese lugar, tan solitario, hace que uno se sienta orgulloso de defender un paso de frontera. La mística te sostiene. Aunque los conscriptos que llegaban de Buenos Aires, Córdoba y Tucumán sufrían el frío –dice Bruera, que llegó a general de Brigada y pasó a retiro hace unos años.
El jefe del regimiento empezó a revistar las tropas con más frecuencia desde mitad de 1978 y llegado diciembre los rumores de malestar con Chile eran fuertes. Bruera estaba centrado en su misión: con los morteros pesados debían pasar por encima de las avanzadas de infantería para neutralizar la eventual defensa chilena. Dormían a la intemperie para familiarizarse con lo que les esperaba.
-En las marchas dormíamos al aire libre. Se ataban las mulas y los caballos. Hacíamos la cama con el capote abajo, el pellón de la montura y la bolsa de dormir arriba. De almohada el casco –dice.
Las bromas estaban a tono con la locura de las guerras. Una noche, mientras dormía en el cuartel, a Bruera le pusieron un grabador Geloso al lado de la oreja. Se sobresaltó con una música que hoy recuerda como la de las proclamas de los golpes de Estado. En ese momento, creyó que era el inicio de las operaciones.
-Salté de la cama, me puse el casco y agarré el equipo. Salí corriendo hacia la mulera para buscar a los soldados y a los animales –dice.
Apenas se encontró con las carcajadas de los bromistas.
Perder el caballo
Bruera había logrado tener un caballito de montaña para desplazarse.
-Le puse Pajarito, por lo rápido que andaba. Me lo había dado un indio que era soldado en mi sección. Era de la tribu de Namuncurá, hijo del cacique en ese momento. El animal estaba acostumbrado a pasar a Chile con la veranada, llevando ovejas o chivos, algo que habitualmente hacían los indios por su destreza en ese territorio. El caballito se me escapó y se fue para Chile. Tuve que pedirle a Crisóstomo, un baqueano de la sección, conocedor de la zona, que se vistiera de paisano y pasara al otro lado de la frontera. La pista que podía seguir era el surco que abría la soga que, al estar desatada, dejaba alguna huella en el camino. Crisóstomo sabía dónde pastaba el ganado y me trajo a Pajarito de vuelta –cuenta, y agrega que los baqueanos llevaban chupilca en la cantimplora: una mezcla de vino con harina tostada y azúcar, muy bueno para levantar la temperatura del cuerpo.
En la montaña no estábamos quietos. La preparación y los ejercicios seguían a diario. Hacíamos los cálculos para el lanzamiento de los morteros. También teníamos que tratar de suplir la falta de provisiones que no llegaban. Teníamos que llevar a pastorear las mulas, montarlas, entrenándolas para desplazarse en la montaña.
Habíamos cavado como para contar con unas cuevas donde se guardaban las municiones. Tengo una foto con una flor silvestre que pusimos en una de esas cuevas. Si había un rato libre, Bruera siempre tenía la guitarra presta para acompañar su repertorio gardeliano.
Casamiento postergado
-Yo tenía agendado mi casamiento para el 29 de diciembre y diez días antes me dijeron que suspendiera la ceremonia porque no sabían qué iba a pasar. Yo tenía que avisarle a mi futura esposa, que vivía en un pueblito de La Pampa que tenía la misma escasez de teléfonos que sufría Las Lajas. Desde una cabina, como no se escuchaba nada, fue la operadora quien le dijo a mi novia se suspendía el casamiento: "Suspende porque es militar y no le puede decir más, pero quédese tranquila", fueron sus palabras.
Muy cerca de Navidad les llegó la orden de operaciones. Se desplazaron los sesenta kilómetros que los separaban de la cordillera.
-El desplazamiento era difícil. Teníamos que ir a pie, de noche, llevando las mulas del cabestro. Llovía, había viento, se puso frío. Cuando llegamos a un monte pequeño paré la tropa para que durmiera y esperé a un soldado que se le había roto el soporte del mortero. Yo salí a buscarlo y muy rápidamente di con él -cuenta.
Los preparativos de invasión
Lo que hasta acá parece una descripción dura pero bucólica debe cotejarse con los propósitos de la Junta Militar, que había hecho contactos tanto con Perú como con Bolivia (donde también había dictaduras militares) para instarlos a tomar parte en el ataque a Chile. De los planes no quedó documentación escrita pero sí fueron reconstruidos los pasos a seguir.
A principios de diciembre había partido una nutrida flota naval. El día D era el 22 de diciembre a las ocho de la noche, donde la infantería de marina ocuparía las cinco islas adjudicadas a Chile en el laudo. Unas horas después, en la Patagonia comenzaba a actuar el Ejército y de inmediato los aviones de la Aeronáutica atacarían la aviación chilena. El Cachorro Menéndez, con las tropas aerotransportadas del III Cuerpo de Ejército, invadiría cercanías de Santiago de Chile. También entrarían en combate unidades del II y el V Cuerpo. Para el 23 de diciembre, la supremacía argentina sería aplastante. El costo en vidas humanas iba a ser inmenso.
Guerra postergada
Las olas de 12 metros, los vientos huracanados y el frío de la noche del 21 de diciembre frustraron el desembarco de los infantes de marina. Tampoco los helicópteros podían despegar de las cubiertas de los barcos. Ni los buzos podían ir en gomones hacia sus objetivos. La tormenta evitó el primer paso de la guerra. A su vez, los militares chilenos, que tenían órdenes de responder la ocupación, no recibieron instrucciones para atacar a los buques argentinos que estaban en su mar territorial.
Pero, como siempre, las guerras se ganan o se pierden en los escritorios. Ambas dictaduras habían aceptado que el Vaticano intercediera en el conflicto. Y fue el ya veterano cardenal Antonio Samoré quién hablaba por teléfono con Pinochet y Videla para frenar el conflicto. Su llegada a Montevideo se produjo justo el día de Navidad de 1978 y allí ambas dictaduras aceptaron firmar un acta que evitaba la guerra. Siempre quedará para los admiradores de los escenarios contrafácticos pensar qué hubiera pasado si el clima del 21 de diciembre en el Beagle hubiera sido agradable.
Dos días de respiro
Los soldados y oficiales que estaban en operaciones no sabían nada más que las instrucciones que recibían. Bruera apenas supo que Samoré había llegado a esta lejana región del planeta.
-Antes de fin de año nos dieron dos días para ir en camiones hasta el regimiento sin desarmar las posiciones de la cordillera. Ahí podíamos bañarnos y cambiar la ropa. Yo usé esos dos días para subirme a mi Fiat 600 y recorrer los 900 kilómetros que me separaban del pueblito donde vivía mi novia. Ahí pude decirle personalmente lo que no había podido contarle por teléfono. Volví enseguida, fui al puesto en la cordillera. Año nuevo los pasé con la tropa.
Guardamos la posición hasta fin de enero y luego nos desmovilizaron y volvimos al regimiento.
-¿Y el casamiento? –
-Fue en Rosario, el 2 de febrero de 1979. Pero sin luna de miel. Me volví a ir en el Fiat 600 y dos días después lo cargué para llevar todo a Las Lajas. Mi esposa se venía a vivir allá –cuenta.
Cara a cara con un militar chileno
Treinta años después Argentina y Chile conmemoraron la paz. El acto se hizo en Santa Cruz, en el paso Monte Aymond, donde fueron las dos presidentas de entonces, Cristina Kirchner y Michele Bachelet. Bruera fue con la comitiva oficial, ya no como teniente de morteros sino como secretario general del Ejército.
-Del Ejército chileno fueron varios jefes. Nosotros llevamos una sección de soldados de Río Gallegos para que luego de la ceremonia oficial pasáramos del lado chileno y hacer un desfile conjunto. Como sorpresa hubo una invitación a comer en un restorán de Puerto Natale. Ahí celebramos no haber entrado en combate. Yo canté algún tango y de repente estaba hablando con el general Hernán Mardones de Chile, a quien no conocía. Pero nos contamos en qué lugar estaba cada uno. Yo, en Pino Hachado y él cerca de Temuco, dos localidades que están a la misma latitud, enfrentadas. Entonces los dos dijimos "si se armaba la guerra nos matábamos"
Cuarenta años después
A mediados de 2018, tras casi cuatro décadas de aquel momento infame para los pueblos de Chile y Argentina, el regimiento de Las Lajas se juntó en Villa María, Córdoba, para compartir anécdotas, asado y vino. Por supuesto, Bruera sacó la guitarra y cantó Palermo, me tenés seco y enfermo
-Bruera, ¿y de la dictadura de entonces? –
-Yo tenía el concepto claro de que la dictadura era un flagelo.
A principios de junio de 2010, Bruera fue desplazado de su cargo y enviado a Perú. Una nota de Mariano Obarrio, cronista en Casa Rosada por La Nación, señalaba: "Bruera es peronista y siempre jugó muy bien para inculcar los derechos humanos en el Ejército".
Fuente:
Infobae