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viernes, 19 de julio de 2019

Comprar un avión militar significa comprar una relación internacional

Por Gabriel Balbo

En el contexto actual de un mundo globalizado, podemos afirmar que, ya transitando el segundo decenio del siglo XXI, el desarrollo económico y la seguridad de un Estado están condicionados tanto por su trayectoria tecnológica como por las relaciones internacionales que alimente.

El sociólogo y científico norteamericano Immanuel Wallerstein señala (visualiza) al mundo como un sistema (un “sistema-mundo”) conformado por diferentes tipos (o niveles) de naciones. Así, tenemos a los países centrales (industrializados), caracterizados por operar las líneas de productos de mayor valor agregado (las líneas “centrales”), países periféricos, considerados los proveedores al sistema de producción global de materias primas y/o semielaborados (los productos “periféricos), y por último considera la existencia de países semiperiféricos, que son aquellos que cuentan con estructuras productivas que combinan ambas lógicas dentro de una misma economía productiva. En este sentido, Argentina puede considerarse un país semi-periférico.

Tanto en las naciones de tipo periférico como semi-periférico, la ausencia de un acervo tecnológico doméstico de importancia se configura como una debilidad, de forma tal que limita su bienestar económico y su seguridad nacional a la obtención de la tecnología necesaria desde los considerados países centrales. Estos últimos, detentando las capacidades mencionadas, las hacen valer como un elemento de poder relativo a la hora de entablar sus relaciones político-económicas, sopesando de manera complementaria mutuos intereses y lazos que se hayan construido a través de los años.

En el ámbito de la industria para la defensa, los conocimientos y desarrollos tecnológicos de una nación son celosamente cuidados y mayormente restringidos en su difusión y transferencia, primando la seguridad nacional (y porque no, internacional) y las relaciones geopolíticas, otorgándose a terceros países la disponibilidad de la tecnología según convenga.

La cadena de valor de la industria aeronáutica se ha destacado históricamente por su complejidad: un avión en sí mismo es un conjunto de sistemas y subsistemas complejos y su operabilidad implica además la suma de todos los aspectos relacionados con el adiestramiento y mantenimiento. A esta particularidad debemos adicionarle (en prácticamente todos los casos) la internacionalización de este tipo de proyectos, que se percibe en la configuración de cadenas de valor globales de diseño y producción de una aeronave (las CGVs), caracterizadas porque el origen de las partes de un sistema pueden provenir de países distintos del prime, generador del programa de desarrollo y fabricación.

Considerando esta perspectiva, si tomamos como ejemplo el reciente anuncio de acuerdo por la venta de aviones Pampa III a Guatemala, es preciso considerar que FADEA, en su carácter de prime, es un integrador de sistemas complejos dentro de una CGV, la cual debe estar perfectamente ajustada para que su producción sea efectiva (vale decir, para que el producto final llegue a su destino y en condiciones de operabilidad).

¿Que significa esto último desde el punto de vista práctico? Significa que FADEA necesita que Honeywell Aerospace (EEUU) le provea el motor, que Elbit Systems (Israel) le provea la aviónica, que Liebherr Aerospace (Alemania) le provea los subsistemas de aterrizaje (entre otros), todos ellos sistemas planificados para la conformación de un producto de alta complejidad (la aeronave) en su fase de diseño.

Asimismo, si tomamos el caso inverso y suponemos (de acuerdo con las versiones que circulan) una futura compra de aviones FA-50 Golden Eagle a Corea del Sur, siendo el prime la compañía KAI (Korean Aerospace Industries), para que el producto final (que se compre) llegue a destino y esté en condiciones de operabilidad, la GE Aviation (EEUU) tendrá que proveer el motor, Honeywell (EEUU la aviónica, ELTA Systems (Israel) el radar, etc. En cada caso los actores involucrados, condicionados por las relaciones Estado-Estado subyacentes, se reservarán el derecho de proveer o no su parte en el sistema en cuestión.

Pero además de que la relación entre países debe ser buena al momento de la compra (o venta) del sistema, debe mantenerse intacta durante, al menos, el tiempo que dure su vida útil. En el caso de aviones militares nunca se considera este horizonte de menos de 30 años.

Las relaciones dentro de la CVG de la industria aeronáutica militar (y es extrapolable a la mayoría de las cadenas de valor consideradas estratégicas) no escapa a la lógica de las relaciones internacionales, donde los Estados se guardan siempre la instancia de aprobación (o veto) a este tipo de transacciones de carácter sensible. Un caso análogo (y que ha tenido gran impacto en la prensa y en el mundo financiero) ha surgido hacia finales de mayo de este año en el sector de las telecomunicaciones, donde la administración Trump ha cuestionado la provisión de chipsets por parte de firmas norteamericanas (como Broadcom o Qualcomm) al productor chino de equipamientos Huawei, en relación con el despliegue (y el dominio) de la tecnología 5G de comunicaciones móviles.

En este escenario de interdependencia productiva y dependencia tecnológica, se torna evidente que tanto la industria argentina como el sistema de defensa nacional necesitan avanzar con el fundamento de acuerdos de largo plazo. A su vez, estos acuerdos deben estar basados en un claro interés nacional.

Argentina, en tanto potencia media (semi-periférica según Walllerstein), tiene la oportunidad de consolidar económicamente su industria de alto valor agregado a partir de inserciones inteligentes dentro de las CVGs.Estas contribuciones deben considerar las propias capacidades (así como las limitaciones) y evaluar la magnitud de las externalidades positivas que generan (así como sus censuras)


La integración de sistemas complejos en Argentina es una posibilidad cierta: INVAP y FADEA son dos modelos ya contrastados y con real potencial. La venta de sistemas propios a terceros países es, sin dudas, una auspiciosa realidad y reafirma la magnitud de ese potencial: existen ejemplos recientes como el acuerdo los Pampa III para Guatemala, la venta de un reactor nuclear de investigación a Holanda o centros de medicina nuclear y radioterapia a Bolivia, entre otros.

En el plano de la defensa, el factor tecnológico juega un rol clave a la hora de la construcción de deterrence (poder disuasorio), y nuestro país necesita adquirir mayores capacidades, ya sea a partir de desarrollos propios, transferencia tecnológica o de compras estratégicas.

No obstante, redundamos en la idea de la necesidad de un claro interés nacional y de una política exterior acorde, que permanezca estable y que transfiera sustentabilidad a estas lógicas en el tiempo.

En este último sentido, se ha mutado en pocos años de la “no alineación” a considerar estrechas relaciones con Estados Unidos (en su carácter de potencia hegemónica y basadas en la teoría del “realismo periférico”), para luego volver a una posición internacional sostenida en el multilateralismo (con ciertos sesgos y rasgos proteccionistas), y recientemente virando hacia una política más abierta, evidenciada con el rol de anfitrión en la Cumbre del G20.

Por lo tanto, es necesario contemplar el mapa de relaciones globales, elegir a los proveedores de tecnologías sensibles de acuerdo con una lógica de fortalecimiento de las relaciones políticas entre países (bloques regionales), y sobre todo respetando un plan estratégico de largo plazo. Es esencial que la venta de un sistema propio cuente con compromisos duraderos con los proveedores extranjeros de subsistemas y que en cada compra de un sistema a un tercer país se considere la opción de fabricación de partes en el ámbito local.

Así, ya sea para alimentar la posibilidad de generación de riqueza y valor desde la producción nacional, como para el fortalecimiento del instrumento militar, se puede afirmar sin dudar que comprar (o vender) un avión es adquirir una relación internacional.

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