José Luis Calvo Albero
La evolución del conflicto en Siria e Irak y sus consecuencias para el resto del mundo han experimentado un nuevo giro a peor. Lo que se inició como una guerra civil, y pronto adquirió la categoría de conflicto regional, se ha convertido ya en una crisis global.
La capacidad del Daesh para atentar en distintos lugares del mundo, en aparente sincronización con los acontecimientos en Siria, resulta preocupante. Muchos de los Estados y actores que luchan contra la milicia islamista en Siria e Irak fueron objeto de atentados de envergadura en los dos últimos meses. Rusia sufrió el más sangriento con el derribo de un Airbus 321 sobre el Sinaí, pero sin duda los ataques de mayor impacto fueron los llevados a cabo en París el 13 de noviembre. No hay que olvidar sin embargo que el Daesh atacó a Hizbollah en sus propios feudos de Beirut casi al mismo tiempo, y también parece estar detrás del ataque en octubre contra una manifestación kurda en Ankara, que causó un centenar de muertos.
Resulta arriesgado atribuir capacidad de respuesta ante los acontecimientos a un grupo terrorista, que normalmente ataca cuando puede y no cuando quiere. Pero la concentración de atentados en el extranjero en un momento en el que se intensifican las operaciones contra el grupo en Siria no puede pasar inadvertida. Siempre se ha hecho una diferenciación entre Al Qaeda, que daba prioridad a las acciones con repercusión global, y el Daesh que se ha centrado más en el control de territorios en países musulmanes. Pero en realidad ambos buscan lo mismo y era de esperar que, tarde o temprano, sus acciones fueran convergentes. El debate entre internacionalistas y localistas no es nuevo en movimientos revolucionarios que aspiran a una extensión global, y recuerda inevitablemente al enfrentamiento entre troskistas y stalinistas en los años veinte del pasado siglo. A la postre es una estrategia diferente para lograr el mismo fin. Sentirse seguro porque el
Daesh centra ahora sus prioridades en Siria e Irak es tan inocente como lo era hace noventa años confiar en que Stalin estaba demasiado ocupado consolidando el régimen en la URSS.
La confirmación de los escasos efectos de la estrategia norteamericana en Siria e Irak dio pie este verano a una serie de iniciativas internacionales para incrementar la presión militar sobre el Daesh. Pero, lamentablemente, muchas de estas iniciativas solo utilizan al grupo terrorista como excusa para defender intereses particulares. Turquía se sumó a la campaña aérea, aunque la mayoría de sus ataques se dirigieron contra el PKK kurdo. Rusia aprovechó la dejadez norteamericana para intervenir en octubre, pero pronto quedó claro que sus ataques aéreos buscaban apuntalar al régimen de Al Assad, más que degradar al Daesh. Por su parte las monarquías del Golfo continuaron con su apoyo a grupos de la oposición siria distintos al Daesh, algunos de los cuales no son muy diferentes en ideología y procedimientos al grupo de Al Bagdadi.
Quizás la reacción más interesante ha sido la de Estados Unidos. Ante la evidencia de los escasos resultados de su estrategia, y tras la presión internacional por los atentados de París, se decidió aumentar la intensidad y eliminar algunas restricciones de los ataques aéreos. Fue entonces cuando se hizo público que, tras quince meses de bombardeos, el Daesh seguía moviendo convoyes de centenares de camiones cargados de petróleo por Siria. La explicación oficial era que se había decidido no atacar los convoyes para evitar bajas civiles. Sin embargo, en un par de ataques en noviembre se destruyeron más de 300 camiones sin bajas civiles aparentes, por el simple procedimiento de avisar previamente del ataque mediante lanzamiento de folletos y disparos de advertencia.
Este hecho es una confirmación de lo que muchos miembros de la fuerza aérea norteamericana comentan informalmente. Las reglas para evitar bajas civiles son tan estrictas que la mayoría de los ataques aéreos hasta el momento apenas han dañado al Daesh. No hay motivos para dudar de la intención humanitaria de esta estrategia, pero uno no puede menos que sospechar que detrás hay también una cierta dejadez intencionada.
El Daesh es, después de todo, el último refugio de las desesperadas poblaciones sunníes en Irak y Siria, que una vez fueron dominantes en sus respectivos países y ahora se sienten sojuzgadas. También es el último obstáculo serio para que se consolide la influencia iraní en Oriente Medio en un arco que incluiría un Irak de gobierno chiita, una Siria bajo el control de Al Assad y un Líbano en el que Hizbollah es el actor más fuerte. Este escenario sería el peor posible para las monarquías sunníes del Golfo, una pesadilla para Israel, y la constatación definitiva para Estados Unidos de que todo el esfuerzo y la sangre en Irak no han servido más que para beneficiar a su mayor adversario en la región.
El temor a que esto ocurra es lo que explica la compleja estrategia en torno a la lucha contra el Daesh, y la poca prisa es destruirlo. Todo el mundo lo ataca aparentemente, pero hasta el momento el daño real que se le han infligido ha sido muy reducido. No es que no se quiera destruir a la milicia islamista, pero se prefiere esperar hasta que alguna otra alternativa sunní sea viable; quizás una oposición siria reforzada y más moderada, quizás un nuevo Sunni Awakening de las tribus de Al Anbar y los restos del régimen baasista iraquí. En todo caso se quiere una cuña sunní en lo que de otra forma sería un continuo creciente chiita e iraní desde el Índico hasta el Mediterráneo.
En el momento actual, y pese a las llamadas a la unidad de acción tras los atentados de París, la estrategia internacional contra el Daesh adolece todavía de una casi absoluta falta de coordinación. Quizás algo esté cambiando pero el cambio es muy lento y está plagado de obstáculos.
Los bombardeos rusos aún se dirigen en su mayoría contra grupos de la oposición diferentes al Daesh. Sus efectos han sido apreciables pero, pese a algunos éxitos locales de las fuerzas sirias, no se ha producido todavía el esperado vuelco de la situación sobre el terreno. La ausencia de resultados relevantes ha impulsado a Putin a una estrategia de escalada que ha terminado con el serio incidente del derribo de un SU-24 por Turquía, lo cual ha aumentado aún más la tensión entre quienes apoyan a Al Assad y los que pretenden derribar su régimen.
Estados Unidos ha incrementado la intensidad de sus ataques y se han logrado algunos éxitos locales. La destrucción de convoyes del Daesh y la conquista por las milicias kurdas de la ciudad de Sinjar, al oeste de Mosul han sido avances esperanzadores, pero todavía insuficientes para conseguir un cambio de tendencia. El presidente Obama sigue manteniendo su estrategia de contención y degradación, sin dar el paso a una fase de destrucción.
Francia tiene que reaccionar ante los atentados de París, pero existen serias dudas sobre si posee la potencia militar y la capacidad de liderazgo internacional para ponerse al frente de una acción decisiva. Sin el liderazgo norteamericano, con una Europa más bien tibia, y con las monarquías del Golfo poco inclinadas a acciones enérgicas contra ningún grupo islamista, incluido el Daesh, no parece que las posibilidades francesas sean muy prometedoras. Una alianza con Moscú podría incrementar sus opciones, pero a un precio que Estados Unidos y otros países occidentales no se muestran muy dispuestos a pagar.
Mención aparte merecen las iniciativas no militares para hacer frente a la crisis. La búsqueda de una solución negociada a la guerra civil en Siria se va abriendo camino como la estrategia más viable para concentrar esfuerzos contra el Daesh. Pero el futuro de Al Assad y su régimen sigue siendo un obstáculo de envergadura. No obstante, hay avances en ese aspecto. Estados Unidos y Europa comienzan a aceptar que el presidente sirio pueda permanecer temporalmente en el poder, mientras Rusia parece admitir que no tiene por qué permanecer para siempre. Puede ser un principio para acuerdos más sólidos.
El apoyo directo o indirecto al islamismo radical por parte de las monarquías del Golfo es un asunto extremadamente espinoso, que empieza a aparecer con mayor fuerza en los debates sobre cómo combatir al Daesh. En general casi todo el mundo acepta que la promoción de una versión extremadamente agresiva y radical del Islam ha tenido mucho que ver con la aparición de grupos como Al Qaeda o el Daesh. Y, si bien nunca ha habido pruebas de un apoyo directo por parte de estos países a grupos terroristas, sí que se tiene constancia de su escasa preocupación cuando particulares y empresas hacen donaciones privadas de incierto destino. El problema es cómo presionar a unos Estados que producen una parte sustancial del petróleo que se consume en el mundo, y que poseen montañas de dinero cuando los demás tenemos montañas de deudas. Un asunto muy delicado, pero probablemente esencial.
En cualquier caso la solución al problema no será definitiva si no se cuenta con la población sunní de la región, parte de la cual apoya actualmente al Daesh. En 2006-2007 muchos de los grupos sunníes que apoyaban a los yihadistas en Irak dejaron de hacerlo y cambiaron de bando por una combinación de presión militar y hartazgo ante los excesos de los extremistas. Puede que hoy se pueda conseguir algo similar, pero para ello hay que combinar muy bien palos y zanahorias. Cualquier esperanza de que el Daesh pueda tener algún futuro, aparte de su destrucción, debe ser erradicada. Pero al mismo tiempo debe abrirse la puerta a la esperanza de que existe un futuro diferente, digno y atractivo para la población sunní. Ninguna de las dos condiciones está hoy demasiado clara, y en dar claridad a ese escenario reside una de las claves principales de la resolución del conflicto.
José Luis Calvo Albero es Coronel de Infantería del Ejército de Tierra, diplomado en Estado Mayor. Destinado actualmente como Profesor de Estrategia y Seguridad Nacional en la Escuela de Guerra del Ejército norteamericano (USAWC) en Carlisle (Pensilvania). Es miembro del Grupo de Estudios en Seguridad Internacional (GESI).
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